jueves, 21 de octubre de 2010

El rey peste


...Sentados en soportes de ataúdes veíase una tertulia de seis personas, que trataré de describir una por una.
Enfrente de la puerta y algo más elevado que sus compañeros sentábase un personaje que parecía presidir la mesa. Era tan alto como flaco y «Patas» quedó atónito al ver un ser más descarnado que él. Su rostro era tan amarillo como el azafrán pero ninguna de sus facciones, salvo un rasgo, estaban lo bastante marcadas como para merecer especial descripción. Ese rasgo notable consistía en una frente tan insólita y a tal punto alta que más parecía bonete o corona de carne que cabeza natural.
Su boca se hallaba fruncida y curvada en un pliegue de horrenda afabilidad y sus ojos -como los de las restantes personas sentadas a la mesa- brillaban con los vapores de la embriaguez. Aquel gentleman iba vestido de pies a cabeza con un paño mortuorio de terciopelo negro ricamente bordado que caía al desgaire en torno a su cuerpo a la manera de una capa española. Su cabeza estaba profusamente cubierta de negros penachos como los que utiJizan los caballos en las carrozas fúnebres, que él agitaba de un lado a otro con aire tan garboso como entendido; en la mano derecha sostenía un enorme fémur humano con el cual acababa de golpear a uno de los miembros de la compañía para que cantase.
Frente a él y de espaldas a la puerta hallábase una dama de apariencia no menos extraordinaria. Aunque casi tan alta como el personaje descrito no tenía derecho a quejarse por una delgadez anormal. Al contrario, por las trazas se hallaba en el último grado de hidropesía y su cuerpo se parecía extraordinariamente a la enorme pipa de cerveza que, con la tapa hundida, habla cerca de ella en un rincón de la estancia. Su rostro era perfectamente redondo, rojo y lleno y ofrecía la misma particularidad, o más bien ausencia de particularidad, que mencioné antes en el caso del presidente, es decir, que tan solo un rasgo de su fisonomía requería una descripción especial.
El sagaz Tarpaulin observó en seguida que lo mismo podía decirse de todos los miembros de la reunión pues cada uno de ellos parecía poseer el monopolio de una determinada porción del rostro. En la dama en cuestión esa parte era la boca que, comenzando en la oreja derecha, se extendía como terrorífico abismo hasta la izquierda, al punto que los cortos pendientes que llevaba se le metían constantemente en la abertura. No obstante, ella se esforzaba por mantenerla cerrada y adoptar un aire digno. Vestía una mortaja recién planchada y almidonada que le subía hasta la barbilla cerrándose con un cuello plisado de muselina de batista.
A su derecha hallábase sentada una diminuta damisela a quien la dama parecía proteger. Esta frágil y delicada criatura presentaba indicios evidentes de una tisis galopante a juzgar por el temblor de sus descarnados dedos, la lívida palidez de sus labios y la leve mancha hética que afloraba a su cutis terroso. Pese a ello, un aire de extremado haut ton se difundía por toda su persona; lucía, con un aire tan gracioso como desenvuelto, un ancho y hermoso sudario del más fino linón de la India; sus cabellos colgaban en bucles sobre el cuello y una suave sonrisa jugueteaba en su boca; pero su nariz extremadamente larga, picuda, sinuosa, flexible y llena de barros, pendía más baja que su labio inferior y a pesar de la forma delicada con que de cuando en cuando la movía de un lado a otro con ayuda de la lengua, daba a su fisonomía una expresión ciertamente equívoca...

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